¿Cambia una sociedad a través de las mudanzas de la
letra constitucional o son los cambios sociales los que luego provocan
innovaciones en el articulado constitucional? En los últimos tiempos
escuché afirmar las dos posiciones, e indistintamente por parte de
personas que están de acuerdo con la reforma constitucional y otras que
ciertamente no lo están. Esta discusión, viejo tema en torno de las
determinaciones de lo social, se refiere a la cuestión bien conocida de
si los cambios sociales se originan en las leyes o las leyes son
provocadas por previos cambios de orientación social. Estaríamos
tentados siempre a optar por esto último: una Constitución no ilumina
una época, sino que es su hija predilecta. Es decir, hay primacía de los
elementos de la vida social sobre el andamiaje legal. “La ley sigue a
las costumbres”, dijo hace poco el diputado Felipe Solá. Ciertamente,
los argumentos de los constitucionalistas suelen partir de la necesidad
de adecuación de las normas a los tiempos y no los tiempos a las normas.
Como prefería Jauretche, el sombrero a la cabeza y no la cabeza al
sombrero. Cuestionar una Constitución que “se había hecho para el tiempo
de las carretas” antes que para una actualidad de aviones y teléfonos
inalámbricos era un latiguillo menemista al promediar los años ’90.
El partido tomado en la época por Sarmiento y Alberdi, sobre lo que llamaríamos el “a priori” constitucional, suponía criticar a los que, como Rivadavia, trazaban planes políticos ilusorios por encima de las exigencias de escuetas realidades históricas. Puede releerse el Facundo a este aspecto. El balance que hace Sarmiento de Rivadavia es incisivo, considerado y a la vez muy ácido. Traía una civilización ilusa, repetitiva de la europea, ajena a la realidad americana. No obstante, era necesario celebrar ese estilo abstracto, ser indulgente con sus teorías soñadoras aunque no con sus extravíos frente a un constitucionalismo quimérico. Así se había revelado en París, con la Revolución de 1830, el constitucionalismo de Benjamin Constant. Una revolución era capaz de dejar en el aire a los teóricos de los sistemas políticos.
En relación a Rosas, Alberdi en 1847 admite en este gobernante la producción de un Orden, pero la “falta de la letra”. Es que Alberdi se balanceaba entre lo que consideraba una aceptable realidad fáctica (así lo considera a Rosas en ese año) y la necesidad futura “de la letra como una necesidad de orden y armonía”. A todo lo estable de la institución social se lo garantizaba escribiéndolo: “El gran contrato constitucional en tanto ley escrita es inmutable como la fe”. Todavía esperaba Alberdi que todo ello lo hiciera Rosas. Tal como Napoleón, que vencía en las batallas para promulgar los cinco códigos, fundar la Universidad y la Escuela Normal. Eso lo perpetuaba en la memoria del mundo “mejor que el laurel y el bronce”. ¿A quién, si no a Rosas, que por sus triunfos políticos tan inesperados le cabía obtener otro triunfo, no menos inesperado, pero esta vez sobre sí mismo? Eso se pregunta Alberdi sobre un improbable Rosas constitucionalista.
Es que, derrotándose a sí mismo, Rosas podría dar la Constitución. Lejos de esta especulación que anticipaba cierta metafísica borgeana, se le debe a Alberdi la decimoquinta palabra simbólica de 1837 que estudiaba los antecedentes federales y unitarios del país (unidad de sacrificio emancipador como antecedente centralista, y, en otro caso, la falta de caminos como antecedente federativo), siendo toda ella un agudo análisis de las pre-condiciones de lo que sería la futura escritura del texto constitucional. La idea alberdiana es la de un “texto superador”, basado en una sociedad sin la épica de las armas y conciliada con el universo económico dominante en la época. Llamar a congresos y hacer constituciones era fundamental para Alberdi. En 1844 participa de la convocatoria a un Congreso Americano desde Chile que a Sarmiento le parecerá una ingenuidad de leguleyos; no harían más que alertar a las potencias europeas sobre cuáles eran los puntos flojos en los nuevos territorios americanos. Sarmiento es pulsional, Alberdi doctoral, pero no de cualquier manera, sino atento a las realidades sociales. En verdad, es un crítico social inspirado en el pragmatismo del mundo objetivo.
La historia de un país es un poco más y un poco menos que su historia constitucional. Ciertos textos quedan en la memoria pública, como el preámbulo de 1853, y otros, como la anterior Constitución de 1819 –a la que hoy llamaríamos centralista, elitista y corporativista–, son módicamente olvidados, aunque parte de sus artículos sobreviven como inyecciones invisibles en el actual constitucionalismo. Sin embargo, la “Constitución del ’19” adquirió cierta estatura mítica; era la consecuencia del Congreso de Tucumán, y adquiere dramatismo –véase la posterior polémica de 1880 entre Mitre y López– cuando se debate si San Martín debió haber vuelto a Buenos Aires con su ejército de los Andes a defender ese texto, contra los caudillos del interior que lo rechazan. No habiendo ocurrido eso, tal Constitución fue letra muerta. En cambio, la Constitución de 1853 tiene detrás los espectros triunfantes de la batalla de Caseros, pero con la aclaración de Alberdi: “No fuimos nosotros los que buscamos a Urquiza, sino que vino él a nosotros”. Para Alberdi era un texto constitucional adosado a una antropología política. Se legislaba sobre la relación entre economía y política, entre un pasado de glorias militares y un presente de cables submarinos y transatlánticos a vapor, entre la vida singular de un pueblo y el pueblo-mundo.
Cuenta Trotsky que Lenin, dirigiendo en 1917 la lucha desde el Instituto Smolny, en las afueras de San Petersburgo, y sin saber qué iba a ocurrir, decide redactar las primeras leyes como testimonio de una acción humana en caso de que ésta fracase. “Artículo primero, declárase el socialismo en toda Rusia...”. Como sea, siempre una Constitución tiene un rango utópico. El artículo 40 de la Constitución de 1949 suele citarse hasta hoy como ejemplo de una Constitución que perfila fuertes competencias soberanas del Estado sobre las riquezas del territorio. Este artículo 40 es decisivo y su redacción, según es fama, se le debe a Arturo Sampay. Los interesantes rastreos conceptuales que hace Jorge Dotti en su libro ya clásico, Carl Schmitt en la Argentina, conducen a pensar que el propio Perón no estaría muy de acuerdo con ese artículo, pero lo más interesante es el juicio sobre el mundo teórico de Sampay, menos ligado a Schmitt, como a veces se cree, que a un horizonte aristotélico-tomista. Para Dotti, el schimittiano de la época era el constituyente correntino Díaz de Vivar –relacionado con John William Cooke–, a quien se le deben importantes consideraciones dentro de esa corriente de pensamiento, incluyendo el proyecto de invitar al propio Schmitt a la Argentina, a lo que Perón, prudente, se opone.
La omisión del derecho de huelga ocasionó en aquel año ’49 más discusiones de las que imaginamos. Luego, artículo 14 bis, extraña gema incrustada en la arcaica planta propulsora del articulado de la retornada Constitución de 1853, no dejaría de ser un fuerte llamado de atención por recobrar derechos evidentes de acción sindical, además de los que el ya proscripto peronismo había incluido en su Constitución, aunque de un modo en que se resaltaba plenamente la idea de una comunidad menos “conflictiva” que “protectora” de sus miembros (en su condición de trabajadores, profesionales o ancianos). Bien que lucía en sus articulados del ’49, además de la propiedad nacional del subsuelo, la progresista concepción de la propiedad social, siempre fundada en sentidos comunitarios en los que recaía el verdadero poder constituyente del peronismo. Estábamos, con todo, lejos de la idea de poder constituyente que es más que una suma de ampliaciones legales, sino una “anomalía del derecho”, tal como lo vería Toni Negri algunas décadas después. El poder constituyente sería lo impensado de las fuerzas sociales en actividad.
Frecuentadores habituales en los animados foros de debate en lo que por suerte se convirtió la sociedad argentina, como Beatriz Sarlo y Roberto Gargarella, se pronuncian a favor de un debate por la reforma constitucional, con obvias salvedades. En el caso de Sarlo, la de excluir la cláusula reeleccionista, afirmando que “para disipar desconfianzas, ¿por qué a la reforma de la Constitución no se le pone una fecha que haga imposible sospechar que las buenas intenciones son el envoltorio estético de la reelección de Cristina Kirchner?” (La Nación, 31/8/12). En las palabras de Gargarella, el reformismo se justifica en nombre de la necesidad de “meterse en la sala de máquinas de la Constitución, la parte orgánica que nunca fue tocada”. Interesante observación, que coloca a este pensador constitucional en el rubro del “a priori del poder constituyente”, en términos de que la letra magna de los códigos pueda desatar las injusticias colectivas subyacentes. Su salvedad es, con todo, retumbante. “Esto no lo puede hacer el kirchnerismo pues tiene objetivos opuestos a esos y es el jugador más desleal imaginable” (Clarín, 21/8/2012).
Sin embargo, este reformismo constitucional podría ser un acuerdo generalizable a los ámbitos más amplios de la política nacional. El hecho de sospecharse que hay “jugadores desleales” nunca podría ser un buen argumento para evitar enriquecer la nutrida historia constitucional argentina. El temor a las “deslealtades” o a los “envoltorios estéticos” –si tales cosas existieran, son parte de otra discusión sobre las vetas de eticidad de toda acción social– no debería impedir que sinceras convicciones reformistas se abstengan de decir qué Constitución argentina podría anticipar, en estos difíciles tiempos mundiales de brutalidad económica y rusticidad cultural, el perfeccionado resguardo de los derechos viejos o nuevos, ya escritos o vislumbrados.
Por Horacio Gónzalez (Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional) en Página12
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